miércoles, 25 de marzo de 2015

La primera gran revolución mexicana. Raúl González Lezama. Investigador del INEHRM


Raúl González Lezama Investigador del INEHRM 

La primera gran revolución mexicana


La primera mitad del siglo XIX mexicano fue un periodo plagado de cuartelazos, asonadas y rebeliones, pero ninguno había alcanzado la magnitud y trascendencia de la revolución de A yutla. Los numerosos movimientos precedentes fueron motivados por diferencias políticas, por los distintos modos de concebir y organizar la administración pública; unos creyendo que el centralismo era el modelo más adecuado, otros por sostener que era el federalismo. Otros más lo hicieron en defensa de sus creencias religiosas y otros por la libertad del individuo, ahogado por las prerrogativas y privilegios de los estamentos militar y eclesiástico.
El pueblo, que durante la Independencia se sumó de forma multitudinaria y espontánea a las huestes insurgentes, se encontraba desencantado. En tres décadas se había acostumbrado a la manera de hacer política de los caudillos que afirmaban ser voceros de la voluntad nacional y que, con unos cuantos artículos plasmados en un nuevo plan regenerador o en una ardiente proclama, prometían en todo momento de crisis la salvación de la patria. Fue necesario que se conjugaran dos circunstancias para transformar esa apatía: un régimen tiránico con tintes ridículos de comedia y la enajenación injusta del territorio nacional.
Antonio López de Santa Anna fue llamado de su destierro en Colombia con la esperanza de que su persona sirviera para mediar entre las distintas facciones políticas y, con ello, asegurar la tranquilidad pública. Lejos de hacerlo, construyó un régimen despótico y autoritario. Cobijó de manera desmedida a un grupo de favoritos, coartó las libertades ciudadanas, quiso rodearse de un boato propio de las monarquías europeas resucitando la Orden de Guadalupe creada durante el Imperio de Iturbide y adoptó para sí mismo el título de Alteza Serenísima. En lugar de un gobierno, el general montó un inmenso carnaval.
Según   nos   cuenta   Guillermo   Prieto,   “Santa   Anna   vivía   en   Tacubaya,   en   el   palacio   arzobispal; los bajos de ese palacio estaban ocupados por tropas, asistentes y servidumbre turbulenta; por la parte exterior había chimoleras, vendimias, concurrencia extraordinaria de pretendientes en coches particulares y de sitio; en suma, un conjunto abigarrado en holgura y bebiendo para aligerar la pesadez de la espera. La parte superior del palacio estaba dividida en dos partes: a la izquierda la habitación del presidente y las piezas corridas  de  los  ayudantes  y  visitas  de  su  alteza”.  
Para sostener su tren de vida cargó a los contribuyentes de impuestos exorbitantes. Además de restituir las alcabalas, decretó gravámenes sobre la propiedad y el trabajo, y otros más extravagantes como la exigencia del pago de un peso mensual por cada perro, cuyo incumplimiento era castigado con multas hasta de 20 pesos y la muerte del animal. Otro impuesto memorable fue el que debía pagarse por cada puerta o ventana.
El descontento se transformó en irritación. Como remedio, el gobierno publicó un bando contra los que murmurasen contra la autoridad, censuraran sus disposiciones o publicaran malas noticias; en él se imponía una multa de 200 pesos a cualquiera que, viendo cometer esas faltas, no denunciara a sus autores. Se canceló la libertad de imprenta y se impuso la pena de destierro a todo sospechoso de conspiración, la cual se aplicó sin distinción a hombres y mujeres, sin conceder ningún tipo de dispensa por vejez o enfermedad, quedando las familias en completo desamparo. Para causar mayores aflicciones a los desterrados, a los habitantes de tierras frías se les enviaba a climas ardientes del sur, o se confinaba a los habitantes de éstos a las regiones del norte; los desgraciados proscritos eran obligados a vivir en poblaciones insignificantes, donde no encontraban medios para subsistir. En suma, el régimen de Santa Anna se convirtió en el gobierno de un hombre “poseído  de  algo  como  un  delirio  del  poder”,  que  veía  en  cada  individuo un conspirador y, con esa óptica, hizo de la persecución una forma de gobernar.
Para colmar el vaso del descontento, Su Alteza Serenísima, el general presidente, firmó con Estados Unidos un tratado por el cual México cedía el territorio de la Mesilla a cambio de 10 millones de pesos: en total se perdieron 339 370 hectáreas pertenecientes a los estados de Sonora y Chihuahua.
El 1 de marzo de 1854 el coronel Florencio Villarreal, de acuerdo con Juan Álvarez, promulgó en la hacienda de La Providencia el Plan de Ayutla, mismo que fue reformado el día 11 en Acapulco por Ignacio Comonfort. La revolución encabezada por Álvarez, caudillo de la Independencia, estalló el 1 de mayo.
A la Revolución de Ayutla no puede llamársele democrática —según Emilio Rabasa sería una exageración—, pero, en cambio, sí fue popular, pues tuvo a su favor la simpatía y la voluntad general. El ciudadano común no la vio con la indiferencia habitual con que presenció los cuartelazos y movimientos revolucionarios anteriores. Los habitantes de los pueblos, a pesar de hallarse desarmados y amenazados por el santanismo, favorecieron cuanto pudieron a los revolucionarios. En un principio se había dispuesto que fueran confiscadas las propiedades de quienes participaran en el movimiento y, cuando la lucha adquirió mayores dimensiones, se intentó ponerle fin con medidas más severas y drásticas. Así, el 24 de mayo el Ministerio de Guerra transmitió al comandante militar de Guerrero una  orden  que  decía:  “todo  pueblo  que  se  manifieste  contra  el  supremo gobierno, debe ser incendiado, y todo cabecilla o individuo que se coja con las armas en la mano, debe ser fusilado”.  Instrucciones  como  ésta  fueron  giradas  y  obedecidas  con  frecuencia  por  los  jefes   militares santanistas. En contraste, los revolucionarios trataron siempre a los prisioneros de guerra con la mayor humanidad: Álvarez reiteraba constantemente a sus subordinados que respetaran escrupulosamente las propiedades por donde pasaran sus tropas.
Siguieron al Plan de Ayutla moderados, liberales puros, y aún hombres que luego pasaron a engrosar las filas de la reacción conservadora, todo porque deseaban el fin de la dictadura santanista, que les había demostrado cuán odioso es para el ciudadano vivir bajo un régimen donde todos sus derechos fundamentales son atropellados o conculcados por el capricho de un hombre. El terror con que trató de sofocar la revolución, lejos de amedrentarlos, les infundió mayores deseos de alcanzar la victoria.
El Plan no prometía una transformación radical, pedía simplemente instituciones liberales; ofrecía sólo una república representativa popular, pero el torpe proceder de Santa Anna dio pie a la radicalización de las ideas. Al triunfo de la Revolución las posturas de los liberales
puros como Zarco, Arriaga y Ocampo, fueron las que se plasmaron en la nueva Constitución. El dictador logró convertir un movimiento dirigido contra un solo hombre, en un movimiento revolucionario que mediante normas jurídicas como las leyes Juárez, Lerdo, Iglesias y Lafragua, y una constitución liberal, intentaron renovar desde los cimientos la estructura política de México. 

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